Raphael: “Me fui a América porque España se me había quedado pequeña. El artista siempre debe ser deseado”
Fue el primer cantante masculino que levantó los brazos y giró las muñecas en España y el primer artista folclórico reivindicado por la modernidad. Hablamos con Raphael, premio Personaje del Año Vanity Fair 2021, sobre su mítica trayectoria y cómo ha logrado llegar a sus 78 años convertido en icono pop.
Por Juan Sanguino
8 de enero de 2022
Enrique Bunbury define la trayectoria de Raphael como “homérica”. Y lo es, no solo porque sea una proeza sino porque es un relato que se ha repetido una y otra vez hasta convertirse en mito. El niño de Linares que actuó en el Olympia de París. El hijo del albañil que se casó con la nieta del conde de Romanones. Uno de los cuatro artistas en recibir un disco de uranio porque el oro y el platino se le quedaban cortos. El hombre que volvió de la muerte tras un trasplante de hígado. El niño bonito del franquismo que ha acabado, a los 78 años, convertido en icono pop de la modernidad. Pero si la vida de Raphael se narra en términos de mito es, sobre todo, porque así la ha contado él.
El raphaelismo es un género en sí mismo y también una religión. Este enero Movistar+ estrenará una serie documental de cuatro episodios que con ese título, Raphaelismo, se postula como sus Sagradas Escrituras. Y Rafael Martos es, además de ídolo, mesías y sacerdote de esta doctrina, su primer devoto: él fue el primero en creer ciegamente en el raphaelismo. “Es que ese era mi camino”, insiste hoy. “El camino que elegí libremente, nadie me obligó. Cuando empecé a ir al teatro como espectador, a mis padres no les gustó que volviese a las dos de la mañana todos los días y, claro, hubo más de una bofetada. Y dije: ‘Si vamos a tomarlo así... voy a volver a esta hora todos los días, porque voy a ir al teatro todos los días, porque voy a ser artista’. No es que hubiera nacido artista. Es que iba a ser artista”.
Su madre era ama de casa, su padre era ferrallista (el albañil que instala el hierro antes del yeso) y vivían en el barrio madrileño de Cuatro Caminos en plena posguerra con cuatro hijos. El sueldo no daba para la educación de todos. “Me metieron en un colegio [la Escolanía de San Antonio] cuya labor principal era un coro y daban clases gratis. Eso siempre ha existido, en este país sobre todo, entre la gente que no tenía mucho dinero. Mi hermano mayor cantaba en el coro y les faltaba un vocalista que tuviera un tipo de voz muy aguda que solo tienen los niños. Dijeron que con cuatro años era demasiado pequeño, pero accedieron a verme. Llegué, di mis 20 agudos y me quedé 20 años”, recuerda. [En realidad salió del colegio a los 14 años].
Con siete años ganó un premio como la mejor voz infantil de Europa en un concurso en Salzburgo, pero el niño Falín todavía no recibía la llamada del show business. Le llegó a los 11, viendo La vida es sueño de Calderón de la Barca en un teatro portátil de Cuatro Caminos: al escuchar el aplauso, sintió que quería seguir escuchándolo toda su vida. “Con el aplauso te viene el cariño, la protección. Lo he sentido siempre con el público desde el principio”, explica. En una ocasión dijo que el público debe imaginarlo en el escenario: “En el escenario sí soy algo. En otro sitio estoy de más”. ¿Fuera de él, entonces, no es nada? ¿Un artista en pausa? “No, un ser humano en busca de su felicidad y la de los suyos. Pero soy algo más. Soy artista. Y todas las noches voy a salir a hacer feliz a la gente o, por lo menos, lo voy a intentar”.
Rapahel necesita tanto el calor del público que cuando no hay nadie delante no canta. Dice que le da vergüenza cantar en privado. Sin embargo, durante esta sesión de fotos se deja llevar por la música y entona algunas de las estrofas de Bésame mucho que reberveran contra las paredes haciendo que de repente el estudio fotográfico suene como una iglesia. En las distancias cortas se aprecia su estatura real (mide 168 centímetros) mejor que en el escenario. Ahí arriba parece un gigante.
Esa grandilocuencia, dice, ya la tenía desde niño. Por eso no echa de menos haber vivido una infancia normal: “¿Por qué iba a retrasar lo que era evidente?”. Su alternativa a la música era formarse como aprendiz de sastre, pero jamás contempló esa opción. Cuando fue a examinarse para sacar el carnet de artista con el que poder ejercer profesionalmente, entre los examina- dores estaban Antonio el Bailarín y Augusto Algueró padre. El chaval entró en el escenario y no había empezado a cantar cuan- do escuchó una voz: “Dijeron: ‘De acuerdo, puede marcharse’. No me dejaron cantar. Me fui a mi casa destrozado. Al mes siguiente salieron los resultados y el único aprobado era yo”, recuerda. Con los años, se hizo amigo de Antonio y un día, en México, le preguntó por qué lo había echado del escenario. El Bailarín respondió: “Ah, ¿que encima querías cantar?”. “Figúrate cómo salí”, concluye Raphael entre risas.
Su madre lo llevó a que lo viera Manuel Gordillo. El músico lo acogió bajo su ala y le presentó al compositor Manuel Alejandro. Después de su primera actuación juntos, Paco, el hijo universitario de Gordillo que acabaría ejerciendo como mánager, exclamó: “A este o lo sacan a hombros o a tomatazos”. Raphael fue el primer cantante masculino en España que levantó los brazos y giró las muñecas. Revolucionó un país en el que solo había una forma aceptable de ser hombre. Era a la vez Gardel, Sinatra y la Piquer pero sin parecerse a nadie. Y fundó un género musical que podría denominarse “pop folclórico”.
Los orígenes del mito de Raphael siempre se deleitan en la tarde de 1960 en la que, antes de entrar a una reunión con la compañía Philips, el cantante se detuvo ante el letrero y, a sus 17 años, decidió cambiar la F de su nombre por una PH: así se leería igual en el mundo entero. Raphael ha contado esta anécdota cientos de veces, aunque el periodista Manuel Román asegura que la idea no fue suya sino de Paco Gordillo. Pero la veracidad de esta anécdota es mucho menos importante que la intención de Raphael al contarla una y otra vez. Es como si Raphael primero se hubiese imaginado a sí mismo y después trabajase sin descanso para cumplirse. “Está bien visto así. En mis primeras épocas, cuando fui a París a grabar con Eddie Barclays [productor de Brel, Aznavour o Dalida], iba por las calles y soñaba. Miraba al Olimpia y soñaba. Me imaginaba allí anunciado... No tardé mucho, ¿eh? Los sueños se cumplen... a veces... pero hay que trabajar mucho”. Por aquel entonces, dos funciones por día, a las 19 y a las 23, seis días por semana. Descansaba los lunes. Ganaba 200 pesetas que se gastaba en taxis porque “las estrellas no van en metro”.
En cuanto fue consciente de la dimensión de su voz se propuso inventar unos manierismos, encontrar unas canciones y ponerse unas metas a la altura de esa voz. Lo asombroso de su ambición no es solo que se hiciese realidad, sino que no tenía precedentes: nadie en España había llegado donde él se propuso llegar. Cuando su discográfica le puso delante el primer contrato, le dio dos opciones: cobrar 3.000 pesetas o el 5% de los royalties. Él, seguro de su éxito, eligió el porcentaje. “Ya tenía la fuerza y la mentalidad suficientes para saber lo que quería ser y lo que tenía que hacer. Cuando me metí en el Teatro de la Zarzuela, no sabía lo que iba a pasar, pero sí sabía lo que quería que pasara. Y pasó”. Se refiere al concierto del 3 de noviembre de 1965. Se presentó allí aprovechando el día libre de Antonio el Bailarín. En aquella época los denominados crooners (“canturreadores”) actuaban como acompañamiento musical en las salas de baile y los conciertos consistían en una sucesión de varios artistas. Raphael, a los 22 años, venía de lo que él llama “La tournée del hambre” por los pueblos de España y a su llegada a Madrid insistió en dos condiciones: que iba a actuar en solitario y que el público debía estar sentado. “Qué baile ni qué baile. Que bailen en su casa con el disco, ¿pero conmigo delante van a bailar? Pues qué poca importancia me dan, ¿no?”, explica. Los de su discográfica se rieron de él. La periodista Natalia Figueroa, que todavía no lo conocía en persona, pensó: “Menudo batacazo se va a dar”. El padre del cantante prefirió esperar en el bar de enfrente: saldría si escuchaba algún altercado. Pero lo que hubo fueron tres horas de silencio seguidas de una ovación. Cero tomates. Salida a hombros. Su padre, parco en gestos afectuosos, lo abrazó y solo le dijo: “Hijo mío”.
Dos años después representaba a España en Eurovisión con Yo soy aquel, actuaba en el Olympia y el público del Carnegie Hall de Nueva York, según salía, compraba entrada para la segunda función del mismo día. Sus actuaciones en el Palacio de la Música colapsaban la Gran Vía. Tal y como resumió la periodista Luz Sánchez-Mellado, era “un analfabeto en mercadotecnia que convirtió su nombre en marca y en una máquina de hacer dinero antes de cumplir los 25”.
La llegada del hombre a la Luna lo pilló actuando en el Flamingo de Las Vegas. “¿Qué hay que hacer para cantar en Las Vegas?”, le preguntaban entonces. Su respuesta: “Ser una gran estrella en el mundo”. Al regresar, sufrió una crisis por agotamiento que lo tuvo en cama varias semanas. Su novia, la periodista Natalia Figueroa, lo ayudó a levantarse. Dos años después se casaron en Venecia. Aquel matrimonio se convertiría, con los años, en el más estable de la farándula española y en el ejemplo que se ponía siempre para demostrar que si un famoso no quería que sus hijos (en su caso: Jacobo, Alejandra y Manuel) salgan en la prensa, no salen. Su falta de ostentación (solo necesita dos casas, una en Madrid y otra en Ibiza) lo alejan de los aviones privados y los yates de alguno de sus compañeros. “¿Para qué quiero un yate?”, exclama. La disciplina profesional de Raphael ha pasado por evitar los escándalos a toda costa: se dice que nunca tocó a una fan porque consideraba que entonces “dejarían de serlo”. “No he tenido necesidad, he sabido librarme de los escándalos y siempre he llevado una vida muy normal. Tuve la gran suerte de solucionar mi vida muy temprano, me casé muy temprano, enseguida ajusté las cosas con una persona responsable que tenía tiempo de preocuparse de mi trabajo, de las cosas que venían”.
Entre esas cosas estaban hitos como ser el primer ídolo occidental en Rusia cuando los españoles ni siquiera podían viajar a ese país. Allí la película Digan lo que digan tuvo 40 millones de espectadores. El NO-DO presumía de Raphael como el símbolo de una escalera social que no existía para nadie más. Como Carmen Polo era muy admiradora suya, cada año el cantante encabezaba su concierto de Navidad benéfico. A él le costaría décadas desligarse de esa etiqueta de “hijo predilecto del franquismo”. “¿Y por qué no iba a ir? Era un honor que te llamaran de El Pardo. Era uno de los acontecimientos de la época”, replica. A Franco solo lo conoció una vez, en un concierto en el que también estaban Lina Morgan, Lola Flores, Concha Velasco y otros artistas que después negarían haber estado. Cuando murió el dictador, él estaba actuando en Perth, Australia.
Con la democracia llegó el electropop, el rock y el futuro. La movida consideraba a Raphael una reliquia de la España cursi, carca y rancia que había que dejar atrás a toda costa. Reportando sobre una actuación en el Florida Park en la que le falló la voz, Paco Umbral escribió en 1980: "Las carrozas del franquismo se ahogan, pero Franco vuelve como ausencia”. Cuando le tiraron tomates durante un concierto, la foto apareció en la portada de varias revistas. Sin embargo, hoy quiere rebatir la teoría, insinuada en el documental, de que se mudó a Estados Unidos porque sentía que aquí estaba pasado de moda. “Me fui a América porque España se me había quedado pequeña. El artista siempre debe tener en cuenta que debe ser deseado y no puedes serlo si estás cantando siempre en el mismo lugar. Necesitaba dejar descansar a mis compatriotas. Ese año fue el año de más éxito de mi carrera: Qué sabe nadie, Yo sigo siendo aquel, Como yo te amo. Fue el año cumbre. Mi concierto en el Santiago Bernabéu. Los reyes vinieron a verme al Lope de Vega. Fue mi año. Sin embargo, decidí poner tierra de por me- dio e irme a América. Me compré una casa en Miami, otra en Nueva York. ¿Por qué? Porque yo necesitaba mercado”.
Aquella fue la época de las temporadas lejos de su familia. Meses y meses cantando por Latinoamérica. Y coincidió con la moda en los hoteles de incluir un minibar en la habitación. “El artista bebía cada noche, pero el padre de familia no”, aclara en Raphaelismo. Para él, el alcohol era la única forma de conciliar el sueño en esas noches en las que, después de pasarse tres horas recibiendo el aplauso de miles de personas, tenía que regresar a una habitación que no era la suya, a oscuras y en soledad. “Y cómo te explico esto... Es que esto no tiene una explicación. Es una cosa que te llena tanto, que te hace tan feliz, que un día más hayas conseguido tu meta. Es una cosa maravillosa. Es que no tiene explicación, yo por lo menos no sé dártela”.
Aunque en 1992 se marcó uno de los mayores hits de su carrera, Escándalo (número uno hasta en Japón), esa sería la década menos exitosa de las seis que lleva a sus espaldas. Raphael se convirtió en pasto de las imitaciones (Cruz y Raya, Martes y 13, Carlos Latre), que puntualiza como “caricaturas”. “Eran parodias, ni siquiera imitaciones. Es un honor que te imite un buen imitador, que los hay maravillosos, ahora no tanto porque ya no se lleva. Imitaban a Cantinflas, a Charlot, a los más grandes. Pero conmigo lo que hacían era tratar de ridiculizarme. Eso no le gusta a nadie. Pero afortunadamente fue una temporada no muy larga y se les pasó el sarampión”. También lo sufrían Rocío Jurado, Julio Iglesias o Camilo Sesto, iconos que durante los noventa corrieron el riesgo de convertirse en su propia parodia. Desde entonces, Raphael insiste en que solo un motivo podrá llevarlo a la retirada: sentir que está haciendo el ridículo.
En el Raphaelismo Manuel Martos recuerda cómo, desde que tenía uso de razón, había visto a su padre llenar estadios en Bogotá, en Buenos Aires y en Barcelona, pero ahora los teatros medio estaban vacíos. Si es el hijo, y no el padre, quien narra esta etapa en el documental, es porque Raphael no habla sobre ella. No considera su existencia.
En 1998 Umbral se refirió a él como “la expresión viva del kitsch español” durante la presentación de sus propias memorias, ¿Y mañana qué? (la frase que le dice a su equipo después de cada concierto triunfal), de manera que Raphael empezó el siglo XXI rebelándose contra ese prejuicio. El disco Maldito Raphael, cuyo single era una versión de Maldito duende de Héroes del silencio, incluía duetos con Alaska, Rocío Jurado o Pastora Soler. Pero este renacimiento se tuvo que quedar en pausa por una cirrosis terminal.
En Raphaelismo es también Manuel quien describe aquellos meses esperando un donante de hígado. El cantante se los pasó postrado en su cama, a oscuras, asediado por el dolor, las alucinaciones y la muerte acechadora. Pasaba las tardes escuchando sus discos. Y como había un interfono en la habitación, la casa entera se llenaba de las canciones de Raphael como un hilo musical fantasmagórico que proclamaba que Raphael era inmortal, pero Rafael no.
Este casi final fue otro punto y seguido. Y un signo de exclamación. Cinco meses después del trasplante, en octubre de 2003, arrancaba la gira De vuelta. Y en el Teatro de la Zarzuela, nada menos. Apenas ha dejado de dar conciertos desde entonces porque él no se conforma con ser, necesita también ir.
Raphael fue el primer artista folclórico reivindicado por la modernidad. Después ha ocurrido con Rocío Jurado, Nino Bravo o Lola Flores, pero él es el único que ha vivido para disfrutarlo. Mi gran noche suena en bares indies, artistas como Iván Ferreiro, Miss Caffeina o Niños Mutantes lo citan como referencia y en 2014 fue cabeza de cartel del festival de pop-rock alternativo Sonorama. Su actuación tuvo 45.000 espectadores, entre los que se veían carteles como “Rapha, eres el puto amo”. Hoy es un ídolo para los nietos de sus primeras fans, una generación cansada de la ironía que celebra la autoafirmación y que ha sabido identificar que, si se piensa bien, Raphael siempre fue un artista transgresor. Minutos antes de salir al escenario del Sonorama, el cantante fantaseaba con la continuación de su legado: “Ojalá los que vengan a verme por primera vez le pongan en el futuro mis canciones a sus hijos y a sus nietos”.
Raphael lleva casi dos décadas embarcado en la aventura de agrandar su leyenda: se ha marcado 18 discos, una actuación navideña anual (que ya es una tradición nacional casi tan establecida como las 12 uvas) y 11 giras. La última, que celebró sus 60 años de carrera, lo llevó al WiZink Center de Madrid el 16 y el 17 de diciembre, dos conciertos pendientes desde 2019 porque “el público no quiere devoluciones”. Cuando en 2018 la entonces alcaldesa de Madrid Manuela Carmena lo propuso para el título de hijo predilecto de la ciudad, el pleno votó a favor. Por unanimidad.
La pandemia lo pilló en Colombia e interrumpió una gira que lo había llevado a París, Londres o Moscú. No había precendente para su longevidad en 2021: ¿cuántos artistas de 78 años siguen llenando pabellones? Él sigue yendo al recinto tres horas antes de su concierto para ver, tocar y oler las bambalinas. Víctor Manuel asegura que en España los artistas tienen baño privado porque Raphael fue el primero en pedirlo. “Ducha”, matiza el de Linares. “Yo he pedido muy poco, pero no me voy a ir al baño con el público. El teatro debe tener su mundo dentro”.
Hoy no necesita pedir nada porque él gestiona sus actuaciones. Desde que un empresario de la sala Pavillón le dijo que pedía demasiado caché, decidió financiar sus espectáculos. “Siempre he querido ser mi propio empresario. ¿Por qué? Por no obligar a otros. Para que no venga otro llorándome porque ha perdido el dinero. Pues lo pierdo yo y ya está. Lo que no puedo hacer es obligar a nadie a que se juegue sus cuartos y tenga confianza en mí. Ya estoy yo, tengo mucha confianza en mí”.
Los artistas de su generación nunca han caído en la vanidad de la falsa modestia. Si Raphael, como Julio o como Rocío, habla de sí mismo en términos grandilocuentes es porque considera que el público le ha “otorgado ese permiso”. “Si un teatro o un estadio te recibe puesto en pie, es que confía en ti. Está contigo. Pues tú tienes que estar feliz y contento, eso es lo que tenemos ‘los de aquella época’, como tú dices. Han sido muchos años de trabajo, he tenido mucha suerte, pero también he empujado mucho la carreta. Y me lo merezco, claro”. Cada vez que sale al escenario, con el mismo ímpetu que en aquel primer examen a los 11 años, el público se pone en pie antes de que cante la primera nota. “Es que no aplauden una actuación, aplauden una historia”.
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