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Cuatro enmascarados secuestraron a Natalia Figueroa durante diez horas
Julio Cesar Iglesias
30 may 1979 - 1:00 MSK
Natalia Figueroa, hija del marqués de Santofloro, sobrina de los condes de Romanones, escritora y esposa del cantante Raphael, fue secuestrada en la madrugada de ayer por cuatro enmascarados en su domicilio de Boadilla del Monte. Los secuestradores, tras maniatar al personal de servicio, procedieron a desvalijar la vivienda de objetos de arte y otros que consideraron de valor. Posteriormente, marcharon de la casa en compañía de Natalia Figueroa y tras dar varias vueltas por Madrid, sin destino fijo, se dirigieron al domicilio de la abuela de Natalia, viuda del conde de Romanones, en Puerta de Hierro. Existen contradicciones sobre si los secuestradores se dedicaron también a desvalijar esta residencia o no. Posteriormente, abandonaron esta vivienda y dejaron a Natalia en libertad en la avenida de Miraflores.
A la una de la madrugada de ayer, los delincuentes llegaron a la entrada de la urbanización Montepríncipe, cerca de Boadilla del Monte, a bordo de un Seat 1.500, robado anteriormente. Con un esfuerzo mínimo habrían podido leer en un cartel la leyenda común a todas las zonas residenciales: «Se prohíbe el paso a toda persona ajena...» Tampoco advertirían el objetivo de una enorme cámara de televisión en circuito cerrado, ni sabrían que los pequeños cuerpos de latón color naranja, dispuestos a ambos lados, esconden dictáfonos que sintonizan con los walkie-talkies de los guardianes. Osados o afortunados, siguieron calle adelante.Si hubieran preguntado por la casa de Raphael a cualquier paseante, sin duda habrían obtenido una respuesta: « Sí: es el búnker, un chalet de hormigón que parece un fortín. Se le ve en seguida, al final, a la izquierda.» Y, en efecto, se llega fácilmente hasta él a través de la avenida de los Almendros, la calle de los Tilos y la travesía de los Rosales, de modo que cuando se descubre junto a la puerta un letrero de hierro forjado con la inscripción «Los Martos» se siente una irresistible inclinación a leer «los mirtos». En el interior estaban Natalia, los tres niños, la sirvienta de turno, el chófer y su esposa. El señor sigue en América, dando recitales.
A un profano en secuestros el bunker ha de parecerle inexpugnable. Está guarnecido por un paredón mixto de mampostería y malla de acero. Si se fuerza la vista, pueden distinguirse, entre las corpulentas encinas, varias columnatas de jardín, un merendero de mimbre, distintos macizos de flores silvestres, aunque cuidadosamente domesticadas, los rosales que se anuncian en el nombre de la calle y, a unos setenta metros de distancia, una edificación de cemento blanco. O mejor dicho, una fortificación.
Porque más que un chalet, los Martos tienen un palacio desde cuyas ventanas estrechas y verticales podría sostenerse ventajosamente un tiroteo. Las esquinas de la casa son redondeadas, pomo el perfil de la torreta de un tanque. Las entradas al edificio, detrás de varios arcos de medio punto, y los suaves visillos blancos que se aprecian desde el exterior, hacen pensar en unas lujosas interioridades.
Con las defensas del edificio los secuestradores hicieron, poco después de la una de la madrugada, lo mismo que los tanquistas alemanes habían hecho con la línea Maginot en el año 1939: buscar el hueco. Lo encontraron en la parte posterior de la casa. En tales circunstancias, la seguridad de los señores estaba en manos de los patrulleros, de los guardeses, de la sirvienta y, en último término, en el colmillo retorcido de un gran danés seguramente apócrifo: en manifestaciones de una vecina, «es un perro que no ladra, pero tampoco muerde. Parece que ha perdido la voz». Un perro educado para recibir visitas, no secuestradores.
Así, los secuestradores lograron entrar. Luego, deslumbrados por los destellos de los discos de oro y la plata fina, se afanaron en echar al saco todo lo que brillaba. Armados con pistolas, tenían la impunidad precisa para tomarse las cosas con calma. Seis horas después, sin haber practicado otras violencias que las de descolgar y recoger, resolvieron secuestrar a la señora.
A las nueve de la mañana salía de la urbanización, bajo la cámara y entre los robots de color naranja, el Ford Fiesta de Natalia, conducido por uno de los delincuentes: en el asiento delantero derecho, la secuestrada; en uno de los traseros, un segundo secuestrador. Les daba escolta el tercer hombre, al volante del Seat 127 del guarda mayor. Camino de la salida, el hijo de los guardeses adelantó al segundo de los coches por azar; se fijó en la presencia de doña Natalia, no vio nada sospechoso y permaneció en la misma posición hasta las proximidades de Madrid. Comenzaron a circular los rumores: que «los secuestradores han pedido diez millones», que «bien poco piden», que «de todas maneras a Raphael la broma va a costarle una campaña en América». Nadie acertó el siguiente acto del pequeño drama: en aquel momento, todos, secuestradores y secuestrada, iban camino del domicilio de los condes de Romanones, tíos carnales de la víctima.
Una vez allí, es decir, por Puerta de Hierro, los delincuentes habrían de superar uno de los trances más duros de la mañana: la doncella de la casa accedía a que entrase Natalia; sin embargo, advirtió a sus acompañantes «que no les dejaría penetrar hasta que la señora condesa no se levantase de la cama». Sin prestar mucha atención, todos pasaron adentro. Según la agencia de noticias Europa Press, Natalia dijo: «Necesito ver urgentemente a mi tía.» En aquel instante, los secuestradores experimentaron de nuevo la sensación de que todo lo que veían les gustaba. Trajeron sacos y empezaron a echar en ellos cuadros y otras joyas que, sin duda, no van a poder pulir en el Rastro. Permanecieron durante varias horas en el nuevo palacio y seguidamente salieron fuera con Natalia. La dejarían libre en la próxima avenida de Miraflores.
Se considera seguro que los ladrones, inadvertidos de la existencia de las cámaras y de los dictáfonos, tampoco sabían que todos aquellos artificios entrarán en funcionamiento dentro de una semana. Si se hubieran retrasado sólo unos días, su actuación habría sido televisada en directo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del miércoles, 30 de mayo de 1979.
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